martes, 25 de febrero de 2014

El Hombre que inventó Manhattan. Diario de viaje 5

Times Square, o el renovado orgullo de una plaza de centro.

No es un lugar al que escapar desde luego,
esta ciudad no me olvida nunca
y yo, deseo dormir rodeado del beso lento
del neón y las farolas que iluminan el último tren
que hace de sangre por las venas de Manhattan.

Es el sonido de un Gospel de hombre blanco.

Manchado y con el color de libro viejo
es el jazz de un rascacielos partido de horizonte,
el único segmento de dignidad que alcanza a tocar
el cielo calibrado y en obras de esta avenida,
es como un conjunto de sensaciones subir
a lo alto del Empire State y sentir que aquí arriba
agarra más fuerte el dolor de los pulmones.

Siento el peso y la tensión de una viga que sujeta este garabato de ciudad.

Profundamente, me escuece la memoria,
son las 3:30 y Zo no está aquí.

Hay un ruido en mi bolsillo.

Abro la dudosa grieta de mi abrigo,
desabrocho el botón como quien rodea
la cresta roja del amanecer inmediato con los ojos.

Parece que hay palabras y papel
pero ni un sólo rastro de tinta.

Tú, yo, ahora, cama, Zo.

Lacónicas palabras, parecen golpes de morse
intentando dar algún tipo de señal o sentido.
Bonita y clamorosa tristeza de balcón sin miradores.

¿Dónde estás?
Como quien habla por teléfono.
Hablo solo.

Me escapo, me olvido de que, y entiendo que no disfruto.
Deseo tocar el beso de este guiño, la mejor vista de la ciudad.

Sin duda.
Por si ella duda todavía.
Tengo ganas de verla
y que deje de ser el hombre que la inventa en Manhattan.





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