miércoles, 2 de abril de 2014

Nunca tuve 16 años

Mi padre me intentó sacar los ojos cuando nací.

Las lecciones de la vida las aprendo en cada corte.
Puedes apuñalar el pecho, pero no late igual
si su sangre está podrida de rencor y odio.

Odio odiar.

Es un sentimiento tan puro, tan negro,
infectado con la pus y la ira aprieta mis ojos,
la ceguera sólo me deja ver lo que quiero ver yo.

Lo cierto es que lo quiero todo y a la vez nada.
Lo cierto es que no sé ya ni lo que odio.

Aprendí a crecer junto a los villanos oxidados del cráneo.

Mi vida empieza en el mismo punto adolescente
dónde con tan solo 16 intenté arrancarme la lengua
las palabras son el hogar que habito después
de prometerme la sombra amarilla quemada de mis dientes.

Siempre muerdo dos veces palabras distintas
Distintos nombres para morder la misma palabra.

Obedezco a los fantasmas que escupen memoria
y desollan  las lágrimas dibujadas en la malicia de los iris.
Aprender a odiar, es necesario,
igual que es necesario mirar a la cara cuando se odia.

Te odio.

Quiero querer como se quieren los adolescentes.
Hasta el punto en el que se confunda la jaula,
el cadáver exquisito, y los pulmones apretados de aire
aplastando los mismos huesos que un día simularon
ser parte de un cuerpo acostumbrado a la suciedad del dolor.

El mejor sabor siempre es el que se queda pegado en la memoria.
Sabe putrefacto, sabe como debe de saber el odio.

Me sabe como debe saber el color negro al pintarte la raya de los ojos.





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