jueves, 3 de abril de 2014

Tú, que quitas el pecado del mundo

Crucificadme.

Atravesad mis muñecas contra la madera,
atad una corona de espinas alrededor de mi cabeza,
clavad mi memoria en lo alto de este mástil
y hacedme el cordero sin perdón hijo del hombre.

No tengo ni pasado ni padre.

Sólo tengo este pedazo de madera astillado en mi espalda
sujetando la inválida dignidad, digna de un rey judío.

Abandonarse a uno mismo supone un acto de fe digno de Dios.

La tierra cultivada de calvario y piedras
machacan los pies y caminar es una insistencia.
Insisto, dejad que mi fe sea el látigo que despelleja
cada flagelo dibujado roncamente contra mi espalda.

Es la ley del madero una tumba vertical.

El costado se parte en la punzada de la lanza
y el agua brota dando vida a cambio de un pan
y un vino compartido entre la carne de los hombres.

Tomad y comed todos de él, pues este es su cuerpo.
Tomad y bebed todos de él, pues esta es su sangre.

Y yo como buen predicador, fiel al ejemplo,
me lavo las manos con la sangre derramada
y pinto las puertas de mi casa como bastardo
ilegítimo primero entre mis hermanos.
Prójimo del valle de lágrimas
y verdes praderas en las que mi pastor
saca mis tripas por miedo a la corrupción de mi alma.

Dame tres días para morir, no pienso volver de allí.
No es una costumbre sana morir y volver de entre los muertos
me parece una falta de respeto.

Me parece no ser consecuente con tu cuerpo.


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