sábado, 23 de noviembre de 2013

Irene

Hay nombres que se corrompen según los dices.

Alejandro, por ejemplo, no sabe amar,
tampoco sabe perder, nunca supo,
y tampoco supo nunca pedir perdón.

Siempre pidió, y todo se lo dieron.
Es un nombre egoísta,
y demasiado largo para compartir
con los demás.

No existe ni verdad ni belleza en ese nombre,
Tampoco él entiende que existe gracias a
que dibujado toscamente, ella le da vida.

Y ella, le dibuja feliz y extraño.

Ella no entiende a Alejandro.
Pero sabe amar.

Supo quererle incluso cuando él,
egoísta, no la quería.

Hay nombres que viven dudosos en fotografías.

Viven en nosotros como camas sin hacer,
tardes de calles estrechas en Madrid,
y rumores de peleas y reconciliaciones
entre andén y andén.

Metro a metro.
Mirada a mirada.
Labio cuerpo.
Mano muslo.
tú o yo.

Ella.

Tiene un nombre que corrompo cada vez que lo digo.

La hago pequeña y gris,
casi como una palmada sorda.
No se amarla, sólo se hacerla daño,
debe ser que no me enseñaron
otra forma de amar.

Y la imagino.

Desnuda y llena de vida
envuelta en lágrimas,
porque no entiende a Alejandro.
No entiende que incluso cuando
la mira sin mirarla,
aunque ella sabe que la mira,
Piensa que la odia
como quien odia por despecho
o ignorancia.

Nunca la escribió poesía.
Y debería odiarle.

No sintió la necesidad de confesiones
ni amor del que se vende envuelto
en mil historias, historias que construimos
para explicar porque nos queremos.

Y la verdad es que Alejandro la quiere.

A Ella.
Aunque nunca la ha escrito poesía.

Debe ser que la poesía es otra forma de amar,
despacio, con palabras perfectas y momentos
deliciosos.

Pero Alejandro nunca entendió
que la delicia de sentirse dibujado
en su sonrisa mientras,
pequeña y libre,
le abraza a pesar de su memoria.

Es la única palabra escrita que vale.

Por eso nunca le pongo el nombre
a la persona a la que escribo poesía
en mis poemas.

No quiero corromper tu nombre.





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