Empuñábamos el aroma
goloso de la carne
alzada en una cruz.
Tu costumbre
era aceitosa
y apetecible.
Hundir las manos,
separar las orillas.
Cruzar, retorcer
y estremecer
el verbo de tú
oración
cuando entra
duro el amor.
Si hunde tu punzada
horizontal
en mis costillas.
Si el eco
de mis venas
deja de regar.
Enséñame
a enterrar la niebla.
Devolver a la forma
lo que juntan los átomos.
Sumergir hogueras
no asfixia al Sol
en cuerpos rupestres.
Pero, aún así, derrama
un grano caldoso de céfiro
en las espinas.
Aceitoso, apetecible.
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